Banksy, gato de barrio

Andan de murga en Londres por la subasta secreta de una pintada de Banksy arrancada del muro. Una estampa que fija a un niño asiático que cose en cuclillas banderas de Gran Bretaña. Un niño explotado. Un niño degradado a mástil con cuatro astillas que hace trapos. Y Banksy lo pinta. Y otros lo roban. Y otros aún lo compran porque aquí todo vale.

Algunos grafiteros son hoy los voceros más feroces de la calle. Los editorialistas inflamables de la actualidad. Cronistas en llamas contra esos que fingen la vida como una verdad muy bien mentida. Banksy pertenece a esa tropa de esteparios que va acicalando los muros con un chorro de spray y un puntapié de denuncia. No por joder el paisaje, sino por multiplicar su significado.

Banksy es un tipo sin nombre, sin ubicación, sin biografía conocida. Es un fiero de barrio. No busca la culebrina del flash ni el cotillón de la gloria. La suyo es denunciar la cistitis de un progreso injusto y trampeado. Está invirtiendo el sentido de las cosas como un Magritte que saliera de noche a prender fuego a las nubes, a las manzanas y a los sombreros. El grafitti es la caligrafía de la intemperie y sucede en él como en la obra de algunos viñetistas, que están dando la mejor razón del presente con una potencia cruda, con una risa que escuece, con una pedrada que impacta contra las almas porcelanosa. Pienso en Gallego & Rey, en Ricardo, en El Roto, en Mauro Entrialgo...

Algo del mejor periodismo zumba aún en sus recuadros, igual que ciertas metáforas impactan mejor desde tápias y vallas. Allí se dice aquello que no se puede decir. Es el chiste de elegancia intelectual, con el trazo muy ceñido a lo que duele de verdad. Y hay en todos una risa amarga, como la tienen por dentro los serenos del pesimismo. De ahí viene la alcurnia maltratada y caediza del chiste gráfico o del graffiti espídico. Muy pocos expresan con igual alcance lo que hoy sucede, lo que venimos arrastrando, lo que también somos. El sentido fenicio de los comerciantes del arte ya ha puesto precio al tam-tam de Banksy. Es la vieja pasión del mercado por aplacar sin descanso lo impertinente. Pero más allá de la subasta y del pastizal que sobrevuela ese trozo de tabique, está el impulso del artista por dotar de voz a lo que casi siempre existe mudo. Mola Banksy.